Los amantes jamás habían faltado a la cita.
Era un ritual consagrado y no se podía poner en duda la asistencia. Ni siquiera por enfermedad, como había sucedido el año pasado. J recordaba la cara enferma de M, pálida como nunca la había visto. Y sin embargo, cuando su mirada se estrelló con la de J, el color pareció volverle de súbito, como si una mano invisible le hubiera rociado pigmento rosa en las mejillas.
Esta vez ambos gozaban de perfecta salud, el protocolo se llevaría a cabo de manera esplendida, pensó J. Nos saludaremos, fingiremos apreciar la música, platicaremos de nuestras vidas y familias, del trabajo y quizá, con suerte, terminemos la velada en algún hotel de paso. Nada mal.
Hacía ya un año que la terrible gripa de M había arruinado el momento y esta vez no había poder humano que impidiera culminar la noche con pasión.
La explanada del Auditorio Nacional estaba repleta. En las instalaciones del recinto se encontraba la más extraña mezcla de público de la que J jamás hubiera sido miembro. Había mujeres y hombres bien entrados en la tercera edad. Niños acompañando a sus treintañeras madres. Adultos recién estrenados aún portando traje de esclavo oficinista y una multitud increíble de chavos de veintitantos. Todos impacientes por entrar al evento.
A J le divertía contemplar aquella multitud tan heterogénea. Mientras esperaba -cada vez más impaciente- la llegada de M, se detenía a observar a las personas a su alrededor. Recordaba en unos su infancia y preveía en otros su vejez.
Pero eran los jóvenes los que le provocan las sensaciones más cándidas. Alguna vez J y M habían sido como ellos: alegres implacables, rebeldes irredentos, burgueses izquierdistas. Llenos de ilusiones e ideales que ahora se veían más lejanos y absurdos que cuando fueron concebidos.
Con esa inmersión en la añoranza no sintió a M cuando se paro a su lado. Hola, hola. ¿No me vas a saludar? ¿Qué? ¡M! Un abrazo bien estrujado y un beso que se escapaba de la mejilla hacia los labios de J. Perdóname no te vi. ¿Tiene mucho qué llegaste? Recién, perdona la tardanza. Tuve hacer una escala, lleve a mis hijos con su abuela. No te apures, estamos a tiempo.
J y M tomaron sus lugares en gayola. ¿Cuánto dices que te costaron los boletos? 70 pesos cada uno. Está muy bien ¿no lo crees? Venimos a escuchar no a ver. J no contestó. Le parecía increíble que después de tantos años M siguiera codiciando tanto el dinero que nunca le había hecho falta.
La acomodadora les entregó los programas. Disfruten el concierto. Una sonrisa forzada, M sólo le había dado 5 pesos por llevarlos a sus asientos.
J leyó para sí. OFUNAM en los años 70. Éxitos de ABBA, Gloria Gaynor, Bee Gees, entre otros. Al menos los 70 pesos serían bien desquitados. J y M eran unos niños cuando Travolta derretía la moral en los cines, pero entendían muy bien que en pleno 2009 la música de aquella década era vista con otra óptica. Esta vez escuchaban un testimonio del pasado. La música era registro de cultura y la voz de toda una generación.
Durante los escasos diez minutos que precedieron al concierto J y M se entregaron a escuchar cortésmente la vida del otro. La familia estaba bien. Los hijos no dejaban de crecer y ellos no podían evitar hacerse más viejos a cada momento.
Marina quiere un iPod ¿sabes lo que cuestan esos aparatos? M arremetía de nuevo con el maldito dinero. Claro, podía darse el lujo de cambiar de auto cada dos años, peros sus hijos no merecían ni un pequeño exceso económico.
Para su fortuna, J no tuvo que aguantar mucho del parloteo de M. Las luces se apagaron, el maestro ocupó su lugar y tras unos breves aplausos sonaron los primeros acordes de Can’t take my eyes off of you. El público se deshizo del recato propio que se le debe a una filarmónica. Los chiflidos, los gritos y los entusiastas aplausos acompañaron todas y cada una de las piezas tocadas esa noche.
Era un ritual consagrado y no se podía poner en duda la asistencia. Ni siquiera por enfermedad, como había sucedido el año pasado. J recordaba la cara enferma de M, pálida como nunca la había visto. Y sin embargo, cuando su mirada se estrelló con la de J, el color pareció volverle de súbito, como si una mano invisible le hubiera rociado pigmento rosa en las mejillas.
Esta vez ambos gozaban de perfecta salud, el protocolo se llevaría a cabo de manera esplendida, pensó J. Nos saludaremos, fingiremos apreciar la música, platicaremos de nuestras vidas y familias, del trabajo y quizá, con suerte, terminemos la velada en algún hotel de paso. Nada mal.
Hacía ya un año que la terrible gripa de M había arruinado el momento y esta vez no había poder humano que impidiera culminar la noche con pasión.
La explanada del Auditorio Nacional estaba repleta. En las instalaciones del recinto se encontraba la más extraña mezcla de público de la que J jamás hubiera sido miembro. Había mujeres y hombres bien entrados en la tercera edad. Niños acompañando a sus treintañeras madres. Adultos recién estrenados aún portando traje de esclavo oficinista y una multitud increíble de chavos de veintitantos. Todos impacientes por entrar al evento.
A J le divertía contemplar aquella multitud tan heterogénea. Mientras esperaba -cada vez más impaciente- la llegada de M, se detenía a observar a las personas a su alrededor. Recordaba en unos su infancia y preveía en otros su vejez.
Pero eran los jóvenes los que le provocan las sensaciones más cándidas. Alguna vez J y M habían sido como ellos: alegres implacables, rebeldes irredentos, burgueses izquierdistas. Llenos de ilusiones e ideales que ahora se veían más lejanos y absurdos que cuando fueron concebidos.
Con esa inmersión en la añoranza no sintió a M cuando se paro a su lado. Hola, hola. ¿No me vas a saludar? ¿Qué? ¡M! Un abrazo bien estrujado y un beso que se escapaba de la mejilla hacia los labios de J. Perdóname no te vi. ¿Tiene mucho qué llegaste? Recién, perdona la tardanza. Tuve hacer una escala, lleve a mis hijos con su abuela. No te apures, estamos a tiempo.
J y M tomaron sus lugares en gayola. ¿Cuánto dices que te costaron los boletos? 70 pesos cada uno. Está muy bien ¿no lo crees? Venimos a escuchar no a ver. J no contestó. Le parecía increíble que después de tantos años M siguiera codiciando tanto el dinero que nunca le había hecho falta.
La acomodadora les entregó los programas. Disfruten el concierto. Una sonrisa forzada, M sólo le había dado 5 pesos por llevarlos a sus asientos.
J leyó para sí. OFUNAM en los años 70. Éxitos de ABBA, Gloria Gaynor, Bee Gees, entre otros. Al menos los 70 pesos serían bien desquitados. J y M eran unos niños cuando Travolta derretía la moral en los cines, pero entendían muy bien que en pleno 2009 la música de aquella década era vista con otra óptica. Esta vez escuchaban un testimonio del pasado. La música era registro de cultura y la voz de toda una generación.
Durante los escasos diez minutos que precedieron al concierto J y M se entregaron a escuchar cortésmente la vida del otro. La familia estaba bien. Los hijos no dejaban de crecer y ellos no podían evitar hacerse más viejos a cada momento.
Marina quiere un iPod ¿sabes lo que cuestan esos aparatos? M arremetía de nuevo con el maldito dinero. Claro, podía darse el lujo de cambiar de auto cada dos años, peros sus hijos no merecían ni un pequeño exceso económico.
Para su fortuna, J no tuvo que aguantar mucho del parloteo de M. Las luces se apagaron, el maestro ocupó su lugar y tras unos breves aplausos sonaron los primeros acordes de Can’t take my eyes off of you. El público se deshizo del recato propio que se le debe a una filarmónica. Los chiflidos, los gritos y los entusiastas aplausos acompañaron todas y cada una de las piezas tocadas esa noche.
You're just too good to be true.
Can't take my eyes off you.
You'd be like Heaven to touch.
I wanna hold you so much.
J viajó al pasado. Recordó los primeros coqueteos con M. Las miradas cautivadoras en las clases de periodismo. Los encuentros nerviosos en las escaleras. Y cómo, por más que intentara, no podía quitarle los ojos de encima.
Volteó a ver a M, sólo para descubrir que ni la oscuridad le favorecía. Las bolsas y la papada eran inquilinos que ya jamás renunciarían al terreno conquistado. De aquél rostro joven y dulce sólo quedaban los gestos que M hacía cuando algo le parecía digno de una buena sonrisa.
Los ánimos se encendieron con Last Train to London, seguido de una buena ronda de los hits de ABBA.
Look at me now, will I ever learn?
I don't know how but I suddenly lose control
There's a fire within my soul
Just one look and I can hear a bell ring
One more look and I forget everything
Y así era todos los años. J y M se encontraban para recordar y revivir un amor que desde su génesis estuvo condenado al fracaso. Personalidades demasiado fuertes como para soportarse entre ellas. Ambiciones y planes de vida completamente opuestos. Manías y paranoias que habrían destrozado la integridad psicológica de Freud mismo. Pero dolorosa e innegablemente, love will keep them together.
J lloraba. No lo creía. ¿Cómo es que vivía como suyas las letras de Olivia Newton John en Hopelessly Devoted to You? ¡Qué broma cruel!
Y entre canción y canción sufría al visitar el recuerdo de M preguntándole en la graduación: How deep is your love? Había sido esa noche cuando acordaron encontrarse una vez cada año, hasta el final de sus vidas. Sin importar si llegaban a conocer a alguien más, a comprometerse o incluso a casarse. En aquél momento la idea del matrimonio los hizo reír a carcajadas. 20 años después no había mucho humor en ello.
M se había contagiado del buen humor que J usaba como máscara a su aflicción, y cuando That’s the way sonó en los trombones y en los violines no tardó en menear los hombros y corear el “aha, aha, I like it”. Ver a M tan radiante hizo que J olvidara por un buen rato las múltiples y perversas implicaciones que la gente vería en aquel simple encuentro si tan sólo llegaran a enterarse.
La siguiente canción cambió por completo el tono del concierto y el ánimo de los amantes.
Why do birds suddenly appear
Every time you are near?
Just like me, they long to be
Close to you.
Every time you are near?
Just like me, they long to be
Close to you.
J sintió la mano de M sobre su pierna. Hacía más de dos años que no habían tenido un contacto íntimo. Su estomago se revolvió. El cerebro se congeló y lo único que atinó a hacer, más por inercia que por convicción, fue depositar su cabeza en el hombro de su amante.
On the Radio y I will survive detonaron la bomba de endorfina escondida entre la audiencia. Muchos se levantaron a bailar y J y M, ahora bien tomados de la mano, se unieron sonrientes y rítmicos a la batalla de pasos de baile que Disco Inferno había motivado en todas las secciones del auditorio.
Para sorpresa de la audiencia el maestro aún tenía un as bajo la manga y remató el ya de por sí sublime concierto con canciones no programadas pero altamente bailables: YMCA y la inmortal Disco Samba.
J no contuvo la emoción se giró hacia M y a mansalva le plantó un beso en la boca.
Sabes que te amo ¿Lo sabes, verdad? Sabes que no puedo renunciar a ti por más que lo intente. Que muchas noches me despierto pensando si estarás bien. En ocasiones simplemente me descubro camino al trabajo cavilando sobre que estás haciendo. Si preparas el desayuno para tus hijos. Si aún duermes.
Mi presencia aquí es la prueba irrefutable de mi amor. Pero tampoco desconoces que tengo una familia, hijos, una vida en la que es imposible configurarte, como sé que para ti es imposible configurarme en la tuya. J lo sabía. Lo sentía, le dolía.
A veces se jactaba con orgullo de que a sus 22 años había tomado la decisión más complicada e inteligente de su vida sin pensárselo demasiado. Simplemente entendía que era lo correcto. Separarse de M y tomar caminos separados era la respuesta atinada. Esta no era una de esas veces.
El concierto tenía horas de haber terminado y sus predicciones habían sido acertadas. Se encontraban tumbados mirando el techo de un modesto hotel de la colonia Roma. M seguía hablando. Pero J había dejado de escuchar. Encendió la radio y soltó una risa conciliadora al escuchar la voz que salía de la bocina.
On the day that you were born
The angels got together
And decided to create a dream come true
So they sprinkled moon dust in your hair of gold
And starlight in your eyes of blue.
Se dio la vuelta para observar a M. Sonreía. Ahí estaba de nuevo ese rostro adolescente, libre de culpas, frustraciones y preocupaciones. Se abrazaron, se besaron. Volvieron a hacer el amor.
¿Qué más daba? El amor jamás había sido sencillo para nadie. Siempre habría riesgos que tomar, lágrimas que reprimir, sollozos que tragar. La vida era una sola y J no quería gastarla obedeciendo códigos morales inquisitoriales o negando un amor que sintió desde el momento mismo en que conoció a M.
Era cierto. No podían vivir juntos. No podían soportarse una semana entera. Pero al menos tenían ese día. Uno de cada 365. Para ser dueño y esclavo de la persona que más habían amado en toda su coexistencia.
J se ciñó a la cintura de M. Acercó sus labios su oído y con voz baja comenzó a cantar:
That is why all the girls in town
Follow you all around.
Just like me, they long to be
Close to you.
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